23 de septiembre de 2015

Barú, últimas horas



Aún no sé cuántas crónicas seguirán a esta que comienza ahora, pero sí sé cuánto tiempo de viaje tengo por delante.
Poco más de un mes.
El horizonte corto puede oler a despedida, pero antes que eso pretendo comenzar una intensificación de lo contado, una pequeña aceleración: habrá más textos y saldrán más seguido. Y no sólo eso. Todo este proceso comienza ahora, con un salto hacia adelante.
Porque estaba en Chiapas (sur mexicano), pocos días después de visitar el caracol zapatista de Oventic. Debería seguir desde ahí, desde las siete de la mañana de aquel 13 de julio, desde el semáforo a las afueras de San Cristóbal donde comenzó largo el trayecto que recorrí hasta llegar a Cartagena de Indias (norte colombiano). Pero si queda poco de viaje me gustaría que ese lector que reinvento en cada texto esté más cerca de donde escribo, en el tiempo y en el espacio.
Así que aquí estoy ahora, sentado en un rincón poco iluminado de la galería del hostel Greenhouse, en el glamoroso y colonial barrio San Diego, en la colonial y glamorosa Ciudad Amurallada. Como muchos otros locales de ropa, de comida, de cambio de monedas o hostels de esta zona, éste funciona en lo que siglos atrás fue la casa de alguna de las tantas familias de la aristocracia cartagenera. Consulto a Eduardo, encargado esta noche, por los dueños originales del lugar, pero no lo recuerda o no lo sabe, aunque me regala una mínima precisión. “Fue construida a principios del siglo XVI, eso sí”, me asegura.
Son las once y media, y esta hora silenciosa y refrescada por un ventilador de techo no puede ser más distinta a la de anoche.

Anoche estábamos en Playa Blanca, una profusión de arenas clarísimas bañadas por el mar Caribe, en la isla Barú. Y había tormenta.
El hostel Las aventuras de Pipocho lleva ese apelativo (hostel) porque es una convención del turismo planetario, pero sus instalaciones –como casi todas las de la isla– no suelen ser más que un par de techos de palma debajo de los cuales se cuelgan varias hamacas, una que otra habitación más o menos modesta, una pequeña cocina (que son más bien depósitos de utensilios y ollas, porque siempre se cocina al aire libre) y otro pequeño baño. Todo en comunión con la arena de la playa, que es el suelo en todo momento. No hay cloacas, ni servicios de agua, gas ni electricidad. Y había tormenta.
Unas horas antes habíamos preparado dos pollos y un bife de cerdo a la parrilla, con arroz a la colombiana (bien seco, lleno de sabor a ajo y cebolla). Compartimos la cena entre varios, más de seis o siete, ya que era una suerte de despedida para mí, que dejaría la isla al otro día. Pero cuando las nubes negras y relampagueantes comenzaban a adueñarse de la oscuridad, los pocos comensales fueron retirándose, y cerca de la medianoche sólo seguíamos en pie Facundo (bigotón y poeta, de aires punketas pero sereno, aunque calentón), de Morón; y Francisco (malabarista con alma viajera, gran cocinero, esa clase de pillos incansables que saben hacerte cagar de risa en cualquier instante), de San Juan. Armábamos un trío empecinado en seguir jugando al truco y escuchar más canciones en la portátil de Facu, mientras la batería siguiera con vida.
Todos dormían menos nosotros y el cielo, desde donde llegaba un discurso constante saturado por la retórica del trueno. Hubo rayos que iluminaron todo por algunos segundos, mostrándonos instantáneas del mar furioso y cercano. Otros estallaron a pocos metros y nos pusieron una tensión en el cuerpo que nos acompañó toda la noche. Estábamos entre dormirnos o seguir, y la tormenta parecía decirnos “quédense, muchachos, ya verán”, y soltaba un trueno corto y ensordecedor para empezar a corroborarlo.
Todavía no comenzaba a caer la lluvia, pero el viento venía cada vez más frío y húmedo. Bajo el gran techo donde se cuelgan las hamacas, sentíamos que el agua nos comenzaría a llegar en cualquier momento, y decidimos mover la mesa roja que también forma parte del espacio. La corrimos, silenciosos, a un corto pasillo que se forma entre las dos cabañas del lugar. (En una cabaña dormía “Boye” con Geraldine; la otra funciona como depósito de seguridad de casi todas nuestras pertenencias).
Cuando terminamos de acomodarnos, con la vela al medio de la mesa y la compu de Facu todavía viva, llegaron las primeras gotas, que gradualmente comenzaron a convertirse en un inconfundible aguacero de tormenta tropical. Las gotas habían desaparecido en un mar descendente de baldazos.
Estábamos protegidos, teníamos luz, teníamos música, pero ya no quedaron fuerzas para seguir con el truco, y sí para horas de charlas y ganas de ensuciarnos la voz y los pulmones con incontables cigarros.
Escuchábamos la música, los ruidos de los truenos que estallaban por todos lados. Nos veíamos entre nosotros a la luz de la vela (guarecida dentro de una botella de plástico semi-transparente), o de súbito iluminados (blanqueados) por relámpagos increíblemente largos, consecutivos en muchos casos.
Charlábamos: Facu compartió mucho de la historia de su madre, de la adicción al alcohol de su madre, que lo mantiene alejado de ella; de su pasado como miembro activo de numerosos colectivos culturales en el Conurbano Bonaerense. Viaja desde hace más de dos años, y lleva consigo lo que él llama “una maqueta” de un futuro libro de poemas suyo, “Trip”. Nos interpreta uno de los poemas. Tiene un ritmo acelerado y tono de denuncia, de denuncia enojada, pero es un enojo inteligente, una bronca que sabe qué es lo más choto del sistema; una rebeldía justificada. Me gustaría transcribirlo pero Facu ahora está en Playa Blanca (sin Internet) y esa noche no tomé el recaudo de hacerlo en ningún cuaderno. Quizás lo consiga pronto y entonces vuelva para editar este texto y lo incluya. Pero esa noche después del cuento seguimos charlando, primero comentándolo con Francisco y con Facu, después tratando de hilar las conversaciones que surgieron a partir de ahí y de las nuevas historias que Facu compartía.
El Fran, un sanjuanino de 21 años con una energía bárbara, habló sobre los motivos que lo llevaron a encarar su viaje, de la desconfianza o poca fe que muchos tenían cuando salió de su casa a fines del 2014, con apenas 400 pesos. Disfruta muchísimo estar en Barú porque es un paraíso, pero también por sentir que llegó mucho más lejos de lo que él preveía y creía posible, y en ese descubrir de sus propias capacidades de supervivencia y traslado cree haber sorprendido a muchas personas de su entorno.
No hubo más partidos de truco pero hubo unos minutos más de música en los que pusimos algo del Flaco Spinetta y algo de Calle 13, mezclados con música de autores desconocidos que el Facu fue mostrándonos. Algunas canciones funcionaron a la perfección con el telón de fondo de la lluvia y los truenos.
Cuando la computadora volvió al estado vegetativo, la lluvia aún caía con fuerza y el concierto de truenos y relámpagos seguía sonando como desde el principio. Aquellos sonidos imponentes siguieron formando parte de esa conversación continua, sólo interrumpida por el estallar de algún rayo cercano, o ante la inminencia de un bramido demoledor, anunciado a lo lejos por un haz incandescente.
En Playa Blanca no hay lugar para los relojes, por lo que no supimos a qué hora nos dormimos. Sin embargo algo como una claridad matinal se dejaba ver en el cielo encapotado cuando los tres, exhaustos hasta de pestañear, nos guardamos en las hamacas.
El leve plan que había hecho el día anterior (levantarme temprano, irme temprano) se desbarató en la mañana. A las siete, cuando Wilson, el vendedor de papas, llegó como todos los días hasta Las aventuras…, me levanté demolido por el sueño y con ganas de volver a echarme. Como casi todos los días, con el Fran nos mandamos dos papas y una bolsa de jugo de guayaba, pero esta vez, veinte minutos después de levantarnos estábamos tirados en las hamacas, estirando el holgazaneo de las primeras horas un poco más.
Si me iba temprano podría agarrar una de las lanchas rápidas que parten desde las seis, y llegar a Cartagena antes del almuerzo (algo que figuraba en el leve plan mencionado antes). En cambio, me quedé a completar una de las jornadas más lindas que recuerde durante el viaje, con una serie de pases a la pelota con el “Boye” en la pequeña franja de arena que el mar nos dejaba a la otra mañana (todavía nublada), y nuevas charlas y abrazos de despedida llenos de alegría y buenas vibras para lo que se viene.
Estuve mucho tiempo en Barú. Ése lugar, las personas con la que me crucé, lo vivido ahí, merecen un par de artículos, pero ya iré por ellos. Antes de llegar a Colombia recorrí parte de México, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, y trataré de relatar ese viaje en los próximos dos textos (quizás tres).
Tengo poco más de un mes de viaje por venir. Pero intentaré que las crónicas sean muchas.
Espero que me sigan. A partir de aquí imaginaré a un lector más cercano.

20 de septiembre de 2015

Emancipación en movimiento: la experiencia zapatista



Además de ese aire mágico y atrapante que pretendí transmitir en el artículo anterior, San Cristóbal de las Casas ostenta una larga historia ligada a la lucha por la liberación de los pueblos, al sostenimiento de organizaciones alternativas que funcionan más allá de los poderes y alcances del Estado. San Cristóbal es el epicentro donde el temblor conocido como el neozapatismo, o zapatismo a secas, dio sus primeros sacudones. En enero de 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), una organización indígena y campesina que venía creciendo en silencio desde mediados de los ochenta a lo largo de vastos territorios del sur del país, hizo su aparición pública en este poblado de Chiapas cuando le declaró la guerra al gobierno mexicano y al presidente de entonces, Carlos Salinas de Gotari.
Después de tomar por la fuerza el Palacio Municipal de San Cristóbal durante la noche del 31 de diciembre, en las primeras horas de aquel año nuevo el EZLN exigió “trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz” para todo México. La intentona inicial derivó en una brutal represalia por parte de las fuerzas oficiales, y los ataques a poblaciones chiapanecas de los días siguientes llevaron a que buena parte de la sociedad mexicana exigiera una vía pacífica para las demandas zapatistas.

LOS ACUERDOS DE SAN ANDRÉS

Dos años más tarde, al inicio de 1996, los zapatistas emitieron la Cuarta Declaración de la Selva Lacandona, en la que sentaron las bases de una construcción política de nuevo tipo, no partidista, que no luchara por el poder estatal, que fuera independiente, autónoma y pacífica. Aquella declaración (como muchas otras que se pueden encontrar con facilidad en palabra.ezln.org.mx) moldeó el espíritu de este movimiento libertario que se sostiene hasta nuestros días, luego de atravesar más de dos décadas de profundas transformaciones y enfrentamientos con todos los partidos tradicionales, con el ejército, con fuerzas paramilitares creadas exclusivamente para su destrucción, y con cada uno de los mandatarios que vinieron después de Salinas de Gotari.
Ninguno de sus sucesores realizó un intento concreto para convalidar en plenitud los llamados acuerdos de San Andrés, firmados entre el gobierno y los zapatistas en los primeros meses del ’96, aunque luego desconocidos por las autoridades nacionales. Entre sus puntos esenciales se encuentran la autonomía y la libre determinación; la consideración de los pueblos indios como sujetos de derecho político, tierras y territorios; uso y disfrute de los recursos naturales; elección de autoridades municipales y derecho a asociación regional, entre muchos puntos primero aceptados y pronto dejados de lado por los representantes del Estado.
Más cerca en el tiempo, en 2003 el subcomandante Marcos, fungido una vez más como vocero del EZLN después de un período de silencio, emitió una serie de comunicados y mensajes en los que, entre otros asuntos, aclaraba que el zapatismo aplicaría unilateralmente los acuerdos de San Andrés en los territorios de Chiapas y otros estados bajo su control, situación que se mantiene desde entonces, sin reconocimiento estatal aunque con incontables respaldos que llegaron y llegan de otras organizaciones campesinas, indígenas y sociales de todo el planeta.


LA SEXTA

Los años transcurridos desde su aparición pública hasta hoy hacen necesario un pequeño resumen del derrotero zapatista, camino que se puede entrever en algunas de las consignas vertidas por Marcos en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, de junio de 2005, última de las pronunciaciones de este tipo, que suelen ser las más relevantes debido a que cargan con todas las lecciones aprendidas y el camino recorrido desde la declaración anterior.
Sobre el final de ese mensaje conocido como “La Sexta”, el ejército zapatista “mantiene su compromiso de cese al fuego ofensivo y no hará ataque alguno contra fuerzas gubernamentales ni movimientos militares ofensivos. Mantiene su compromiso de insistir en la vía de la lucha política con esta iniciativa pacífica que ahora hacemos. Por lo tanto, el EZLN seguirá en su pensamiento de no hacer ningún tipo de relación secreta con organizaciones político-militares nacionales o de otros países”. Además, el movimiento refrendó “su compromiso de defender, apoyar y obedecer a las comunidades indígenas zapatistas que lo forman y son su mando supremo, y, sin interferir en sus procesos democráticos internos y en la medida de sus posibilidades, contribuir al fortalecimiento de su autonomía, buen gobierno y mejora de sus condiciones de vida. O sea que lo que vamos a hacer en México y el mundo, lo vamos a hacer sin armas, con un movimiento civil y pacífico, y sin descuidar ni dejar de apoyar a nuestras comunidades”.

CARACOLES Y JUNTAS DEL BUEN GOBIERNO

El zapatismo tiene una presencia marcada en todo San Cristóbal. Numerosos lugares reproducen sus proclamas esenciales, las que transmiten los ideales del movimiento, o venden productos provenientes de los caracoles, como llaman a las comunidades que viven al resguardo de esta organización. En 2003, tras un largo período de maduración, el movimiento anunció la creación de los Caracoles y las Juntas del Buen Gobierno, instancias a través de las cuales se buscó mejorar las condiciones y la equidad de todos los municipios autónomos. A los caracoles se les asignó, entre otras tareas, ser como puertas para entrar a las comunidades y para que las comunidades salieran. Mientras que las Juntas del Buen Gobierno deben vigilar, entre otras muchas cosas, la realización de proyectos y tareas comunitarias en cada municipio; promover el apoyo a proyectos productivos; estar atentas al cumplimiento de las leyes zapatistas, e instalar campamentos de paz.
Distintos artículos y libros que leí durante aquellos días me hicieron ver que el EZLN, mediante esta última reestructuración, había hecho emerger una nueva cultura de cómo hacer política al margen de la intención de tomar el poder y de todos los partidos tradicionales. Según el ensayista Pablo González Casanova, en los caracoles se conjugan experiencias de la Comuna de París, las de las comunidades indígenas en su lucha de 500 años y las de las nuevas redes sociales. Otros analistas destacan que este movimiento es el único que logró consolidar una posición antisistémica, generando nuevos espacios para el quehacer político.

EL CORAZÓN DE LOS ZAPATISTAS ANTE EL MUNDO

Muy pronto, a medida que iba conociendo más historias sobre las conquistas de los campesinos e indígenas organizados, decidí que no me iría de Chiapas sin al menos intentar conocer uno de esos grupos, ver si era cierto lo plantean frases hermosas como “para todos, todo”, o “un mundo en el que quepan todos los mundos”.
Uno de los caracoles más cercanos a San Cristóbal es el de Oventic, llamado “Resistencia y rebeldía por la humanidad”, ubicado en plena montaña a poco más de 50 minutos de camino. Después de un ascenso furioso –el chofer de la combi parecía un piloto de rally frustrado–, llegamos a un portón bajo y ancho frente al que se levanta un cartel blanco anunciando que nos encontrábamos en la Junta de Buen Gobierno “Corazón céntrico de los zapatistas ante el mundo”. Sobre las rejas negras del portón aún flameaba, aunque muy desgastada, la pancarta que recibió los restos mortales del filósofo mexicano Luis Villoro, ferviente defensor de las luchas zapatistas, enterrado aquí años atrás.
Mariel y Luis, una parejita de jóvenes estudiantes del DF, y yo, los únicos visitantes que parecían haber llegado esa mañana, caminamos lentamente hacia el portón, cuando dos mujeres pequeñas, ataviadas con las coloridas vestimentas de la región y pañuelos que sólo dejaban visibles sus ojos y frentes, aparecieron de la nada y nos preguntaron qué hacíamos allí. Sorprendidos por la vehemencia de sus tonos, les dijimos que veníamos de visita, y tras mirarse brevemente caminaron hacia un grupo de personas reunido a unos ochenta metros.
La lentitud con que bajaron las mujeres –un ancho camino de cemento bajaba pronunciadamente desde la entrada–, fue la misma que emplearon los dos hombres que vinieron luego, esta vez vestidos con sencilla ropa de campo, camisas desgastadas, y sus cabezas cubiertas por pasamontañas negros, el símbolo más visible del zapatismo, ese que representa la igualdad de todos sus integrantes. Hablaron con la misma vehemencia, pero ahora con preguntas más concretas. Anotaron nuestros nombres, documentos, profesiones y razones de las visitas, y volvieron hacia el grupo.
Esta vez la espera fue más larga. A su regreso, los hombres nos dieron permiso para pasar y abrieron el portón. Nos dijeron que un “compañero” nos guiaría durante el recorrido, y a los pocos segundos un tercer encapuchado se nos unió. Quedamos a solas con él, y después de darnos la mano con formalidad, sin decirnos nada, procedió a bajar con lentitud, explicando lo que veíamos a nuestro alrededor.
Con similares dosis de soltura y parquedad, el muchacho nos mostraba las instalaciones que había en esa parte del caracol, y nos explicaba sus funciones. Un mural gigante del Che Guevara y Emiliano Zapata coloreaba las paredes del pequeño hospital, ubicado junto a la iglesia, que estaba a unos pocos metros de la sede de la Junta de Gobierno. Cuando pasamos frente a esa gran casa de madera, vimos más claramente al grupo de hombres y mujeres que descansaba a la sombra de una galería: eran los que habían decidido nuestro ingreso. Algunos de ellos usaban pasamontañas o pañuelos en sus rostros, pero no todos. Cuando Mariel estaba por tomarles una foto, nuestro acompañante le dijo que no se los podía retratar, aunque sí a las instalaciones. En ningún momento se acercó a la cámara ni levantó la voz.
La prohibición, tajante, se nos hizo saber con la misma calma con la que se nos informaba sobre los depósitos de maíz que había más abajo, sobre las distintas actividades que se realizan en grandes salones y en las aulas de la escuela –una de las tantas, uno de los tantos logros– que funciona en el lugar. Mientras paseábamos por una cancha de básquet rodeada de pequeñas gradas, vi de lejos a lo que parecía otro grupo de visitantes. Nuestro acompañante nos informó sobre una de las tantas maneras en que el zapatismo se las arregla para sostenerse, para sumar recursos: era un grupo de extranjeros que estaba estudiando español en Oventic, quienes pagan unos buenos dólares por aprender español y algunos rudimentos de dialectos aztecas.
“En las escuelas autónomas zapatistas se educa la infancia en el espíritu y concepción colectiva del Mundo”, gritaba un colorido mural, desde el muro de un aula de enseñanza primaria, hecho por un colectivo de artistas que visitó este centro en 2005.
A diferencia de la visita al Cideci-UniTierra, el paseo por el caracol de Oventic fue algo esquemático y lento, y con información escueta. Sin embargo, la magnificencia del lugar (un conjunto de construcciones de madera enclavado dentro de un valle en medio de las montañas) y las visibles señales que mostraban la actividad de sus instituciones, nos hizo palpar, aunque más no sea por un par de horas, el calor de la realidad zapatista.


HACIA LA DEMOELEUTHERÍA

En Oventic fuimos testigos de ese ejemplo de resistencia a los dictados del sistema capitalista que es el zapatismo, respiramos unas buenas bocanadas de “dignidad rebelde”, que se sostiene pese a las complicaciones inherentes a un proyecto de la magnitud de éste que se lleva a cabo en casi todos los estados del sur mexicano.
Las búsquedas del zapatismo me resultaron más claras gracias a uno de los libros que se pueden conseguir con facilidad en cualquiera de las librerías de San Cristóbal. Se titula En busca de la libertad de los de abajo: La demoeleuthería, y es un largo trabajo de Carlos Alonso Reynoso y Jorge Alonso Sánchez, publicado por primera vez este año por la Universidad de Guadalajara. El gran volumen explica en detalle casi todo lo relacionado al EZLN y sus luchas, englobadas en ese concepto nuevo, demoeleuthería, que los autores sintetizan como la búsqueda de la libertad de los de abajo, o lo que es lo mismo, un imaginario social de lo que podría ser otra democracia, una en cuyo eje estén insertas distintas prácticas de la autonomía, y donde los que mandan lo hagan obedeciendo al pueblo, no como ocurre en la gran mayoría de las democracias actuales, pauperizadas y sordas a los reclamos de quienes deberían ser sus principales protegidos.
En el caracol “Resistencia y rebeldía por la humanidad” pude entender un poco más por qué la experiencia zapatista, sin ser un modelo, se convirtió en una inspiración de muchos agrupamientos que están buscando otra forma de vida, respetuosa de la naturaleza y de la dignidad humana. Valga entonces la invitación para leer el mamotreto impreso por la Universidad de Guadalajara, y por qué no la visita a Oventic o a cualquiera de los caracoles que se desperdigan por el sur mexicano. No sería una visita cultural, o una lectura interesante. Sería comenzar a adentrarse en el más hondo ejemplo de organización popular contra el sistema económico y político actual, golpeado pero aún imperante.

10 de septiembre de 2015

La magia de San Cristóbal de las Casas



Para los que alguna vez recorrieron los pequeños pueblos del noroeste argentino, entrar a San Cristóbal de las Casas puede resultar tan familiar como llegar a sitios como Purmamarca o Iruya, aunque el contexto de montañas boscosas y selváticas te recuerdan que estás en el sur mexicano. Entre quienes me recomendaron lugares para visitar dentro del país, prácticamente todos mencionaron a este poblado del estado de Chiapas que parece creado para deslumbrar a los viajeros más variados.
Cualquier turista se sentirá a gusto con sus incontables cafeterías, donde se pueden disfrutar tanto cafés como cacaos orgánicos cultivados en la región, o también deleitarse con las panaderías francesas en las que se puede encontrar todo tipo de exquisiteces de la pastelería gala. En San Cristóbal (Sancris, de ahora en más) hay hoteles de lujo, spas, centros de yoga y meditación, y una oferta de masajes y tratamientos de los más variados. Pero a la par del despliegue preparado para los visitantes temporales, este pueblo es algo así como un páramo para los más variados artistas callejeros, artesanos o simples viajeros interesados en conocer aquellos lugares a los que mucha gente considera “mágicos”.
Después de una corta estancia en Palenque, entré al pueblo durante una siesta lloviznosa y fresca, que mostraba el clima que impera por aquí desde los primeros días de junio, con mañanas claras y soleadas, pero con siestas regadas casi a diario por lluvias de distinta intensidad, y con noches tan frías que pueden ser punzantes. Pensaba que este sería otro lugar de paso, pero a poco de llegar, caminando bajo el agüita entre calles de piedra y construcciones coloniales, comencé a pensar que podría quedarme un tiempo considerable. Deslumbrado por la belleza de esas callejuelas coquetas, lo primero que me hizo pensar en una estancia larga fue ver tantos carteles con el mensaje “Se busca mesero/a” en bares, restaurantes y cafeterías. “Aquí podría conseguir trabajo rápido”, pensé, antes de instalarme en uno de los hostels más baratos –e interesantes– del pueblo, KZA Libertad, un emplazamiento de aires anarquistas donde nos recibió Tadeo, un italiano no vidente que con una sonrisa gigante nos dio la primera muestra de que llegábamos (con Eric Fitt, el norteamericano que nos contó sobre Pakal en el texto anterior) a un lugar tan amable como impregnado por los ideales del zapatismo y distintas luchas libertarias.

EL CORTO RETORNO DEL MESERO

Pocos días después ya trabajaba como mesero en Entropía, uno de los tantos bares cercanos a Real de Guadalupe, la peatonal principal, y junto a Eric habíamos convencido a Emma, una portorriqueña que acababa de inaugurar una posada en su casa, de que nos brindara hospedaje a cambio de algunas tareas básicas  relacionadas con el posicionamiento de sus habitaciones en el mar insondable de Internet.
Parecía reiniciado el ciclo de Cancún, con casa y trabajo asegurados, aunque había un problema: el Entropía, uno de los locales más lindos para disfrutar de tragos y una buena cocina (comida mexicana y mediterránea, gracias a la combinación gastronómica de sus dueños, Melina, del DF, y Silvestre, de Francia), estaba en una esquina destruida por obras cloacales, lo que hacía casi imposible la llegada de cualquier visitante. Los clientes escaseaban –como las propinas–, y me pasé esos días limpiando mucha tierra que entraba de la calle y conociendo a mis jefes y a Rafa y Vicky, quienes eran los principales encargados de los platos. Ante esa realidad, entreví la posibilidad de buscar otros bares, pero la música llegó para sorprenderme una vez más, como cuando se transformó en mi sostén en el lejano Caribe, semanas en las que salía a tocar en los colectivos que iban y volvían por la zona hotelera cancunense.
Un sábado en el que salí temprano del bar, buscaba alguna de las fiestas que todos los fines de semana se organizan en cualquier lugar donde se pueda reunir un grupo de personas. El Vampiro, un vendedor de crepas que siempre me tentaba con sus combinaciones nuevas (coco, jengibre y mermelada de fresas, de lo mejor que probaron estas papilas gustativas adictas a los dulces), me habló de un evento que había en el centro cultural Wapani, así que hasta allá llegué. Quería una cerveza, y claro, ver la posibilidad de charlar con alguien, conocer gente. A poco de entrar, vi un par de caras conocidas, entre las que estaba la de Joel, o el Negro Joe, con quien habíamos estado charlando y tocando algunas canciones en la calle unos días después de que llegara. Hablamos un rato hasta que salió el tema de la música, de qué hacía con la guitarra. Le expliqué que en Cancún me había ido bien tocando en los bondis, pero que en Sancris todavía no encontraba la manera, porque veía que todos tocaban en los bares, algo que nunca había pensado hacer. El Negro me dijo que su “cumpita” se iba la semana que viene, y que si quería podíamos ensayar juntos, para ver qué salía.
El Negro es de Baja California, en el norte mexicano. Un artista y viajero consumado, un tipo muy piola pero duro, que pasó temporadas en Europa tocando con toda clase de bandas, y que en Sancris se adaptaba a distintas formaciones con su bongó. Desde la primera mañana en que nos juntamos a tocar, las cosas fluyeron de una manera impensada. Fue fácil entenderlo, más tarde: el Negro había integrado una banda de argentinos que le transmitieron su gusto por Bersuit Vergarabat y otros grupos que forman parte de la banda sonora de mi vida desde la adolescencia. Y además quedó encantado con la chacarera, a cuya rítmica –similar al joropo chileno– no le costó mucho adaptarse.
A pocos días de los primeros ensayos, dejé Entropía.



APRENDER A TOCAR, TOCANDO

Desde entonces comenzamos a “talonear” las calles de Sancris buscando las casas de comida de las afueras del centro, donde muchos de los locales y algunos turistas desayunan y almuerzan los platos típicos de la zona. Salir a tocar con el Negro era aprender todos los días, en cada canción, en cada nueva gorra que pasábamos por las mesas. Pequeños detalles de entonación, del modo de sacar el aire al cantar, muchas cuestiones finas que yo, cantor de guitarreadas, nunca había pulido ni pensado pulir.
De a poco fuimos afianzándonos y conociéndonos, a la vez que armábamos un pequeño repertorio. Cuando tuvimos unos trece temas que salían bien, conseguimos lugar en Xoco-lattes and Café, bar chiquito y casi escondido dentro de una galería señorial. Ahí, con una versión un tanto desdibujada de “Todas las hojas son del viento”, toqué por primera vez ante lo que podría considerarse “un público”, es decir ante gente que estaba ahí con cierta disposición a escucharnos. Lo que siguió después es algo que no está lejos de lo mágico. No sólo conseguimos más fechas en distintos lugares, sino que nos la pasábamos tocando, ya sea en locales de comida o en las calles (a la gorra, muchas veces con otros músicos que se iban sumando mientras tocábamos), o en las mezcalerías, cervecerías o cafés que nos quisieran tener como ambientadores. Me resultaba difícil creer que nos pagaran, nos dieran de tomar y de comer, por hacer música.
El dúo funcionaba, pero era evidente que le hacía falta algo más. Y ese algo más pronto pasó a llamarse Gonzalo Tahhan, músico santiagueño –uno profesional, cabe aclarar– afincado desde hace tiempo en Buenos Aires, quien ya tiene un par de discos grabados con la agrupación Shunkos, e incluso tuvo un paso fugaz por el reality show “El artista del año”, en el 2013. En momentos distintos, el Gonza nos había deslumbrado con su calidad para tocar la guitarra y cantar, y con la sencillez de un argentino del interior, tan cercano a mis orígenes. Con el Gonza, el Negro podría haber encarado un dúo nuevo, pero pronto nos encontramos ensayando los tres, y pronto también comenzamos a tocar.
Estar con el Negro y el Gonza hizo del aprendizaje algo casi permanente, y con cada práctica o toque sacaba nuevas lecciones. La dinámica de las juntadas hizo que se armara, más allá de un trío musical, un grupo de amigos. Estábamos prácticamente todo el tiempo juntos, tocando o ensayando, o buscando los instrumentos, o llevándolos, o tratando de encontrar nuevos lugares en los que tocar. Y en el medio interiorizándonos de las vidas de los otros, hablando de todo, compartiendo mucho más que canciones.
Andar callejeando nos hacía conocer a mucha gente, y nos manejábamos con una comodidad y soltura que hacía pensar que habíamos estado ahí desde hace años. No es que nos creíamos los dueños de Sancris; simplemente nos movíamos como si estuviéramos cada uno en nuestros lugares.
No sé qué hubieran sido de mis días si no volvía a cruzarme con esa redentora eterna que es la música. Pero lo cierto es que San Cristóbal, para mí, fue mágico por volver a descubrir en ese arte no un sólo reparo, una terapia privada de las cuerdas que calma a la vez que deleita. San Cristóbal fue mágico porque gracias a los dos monstruos que acompañaron mi camino pude ser, en esa otra vida, algo muy parecido a un músico.

28 de agosto de 2015

La transmisión de Pakal



I. Los primeros minutos de un amanecer vacío de nubes me encontraron en una combi llena de gente, avanzando hacia el centro de Palenque por una autopista ancha, rodeada por la selva Lacandona. Acababa de dejar el viejo colectivo que doce horas atrás había salido desde Cancún y ahora intentaba recordar el nombre del lugar en el que pasaría los siguientes días. Busqué en la libreta, entre palabras enmarañadas y números difíciles de comprender: “Camping El Panchán (cerca de la entrada a las ruinas)”, recordaban mis letras nerviosas.
La combi me dejó en el centro de este pueblo que es uno de los más visitados del estado de Chiapas, debido a su riqueza natural y arqueológica.
Pasé un par de horas viendo llegar y salir combis como la que me trajo a mí, a la espera del camión que me llevaría la zona de campings El Panchán, conocida no sólo por estar en medio de la selva, sino por su cercanía a la entrada a las ruinas arqueológicas de Palenque, donde se encuentra el intrigante Templo de las Inscripciones, construido durante el reinado del antiguo gobernante maya Pakal.
El tiempo que pasé en Palenque fue muy corto. Se podría decir que fue una suerte de internado selvático de cuatro días en los que estuve deambulando entre el camping y la selva, caminando, tomando mate, cocinando, leyendo y charlando con el grupito que se armó en el sector donde instalé mi carpa: las chilenas Natalia y Natalia Emilia; el mexicano René; el argentino Chaco Furque; el norteamericano Eric Fitt y yo. Los seis andábamos de viaje hace rato, y todos parecíamos disfrutar de estar ahí, echados en una hamaca medio descocida o en nuestras bolsas, al aire libre, perdidos entre tanto verde, rodeados de un aire tan puro y húmedo que por momentos parecía esponjoso, buscando silencios para ver si encontrábamos algún ave que se escuchaba cerca o sorprendiéndonos con los debates a gritos de los monos aulladores, durante horas.
Junto a ese entorno en el que podías llegar a sentirte verdaderamente inmerso en la naturaleza, lo que me había llevado a Palenque eran las ruinas, y el camino a las ruinas.
Demasiado habituado a las calles asfaltadas y los verdes parejos y pulcros de la zona hotelera cancunense, quería tierra. Antes que verla, quería andar por la selva, caminar, cansarme por senderos nuevos o viejos, pero eso: senderos, no veredas.
El Chaco fue uno de mis acompañantes de caminata una tarde brillante y calurosa. Nos mandamos por la parte atrás del camping, y cuando se terminó uno de los tantos senderos de piedra que sirven de entrada a la selva agarramos una especie de camino para autos, levemente ascendente, lleno de piedras. A poco de salir, todavía hablando y sin signos de cansancio, nos cruzamos con un par de hombres del lugar que tenían atado a un jabalí o chancho salvaje –que parecía haberse cansado de luchar contra la soga y descansaba entre las sombras. Más adelante, como si el lugar fuera imponiéndolo, fuimos hablando cada vez menos a medida que nuestros pasos se hacían más lentos. No sé cuánto tiempo caminamos. Seguro fueron más de 40 minutos. Puede que más. Hubo un momento en el que, sin siquiera mencionarlo, dejamos de hablar. Además de nuestros pasos, se escuchaban los cantares de los pájaros, ciertos golpes lejanos, ramas que se agitaban por un balanceo furtivo o por el viento, que soplaba rachas calientes entre las hojas. Sería casi absurdo tratar de seguir sumando palabras. Sería más útil para el lector decir que hablaba la Tierra.
Cuando la caída del sol se hacía evidente, pegamos la vuelta.
Desde esta tarde lluviosa de San Cristóbal no recuerdo si esa misma noche Eric contó la historia, o si eso fue más adelante. Lo cierto es que poco después de ese momento este viajero espiritual que lleva más de 18 años recorriendo gran parte de Asia y ahora América, comenzó a hablarnos sobre lo que llamó “la transmisión de Pakal”.
Esa noche el relato fue corto, medio al pasar, mientras tomábamos unas cervezas después de la cena. Pero a mí me había atrapado y le dije a Eric que me gustaría hablar sobre esa presunta transmisión más adelante.



II. Lo que transcribo a continuación es una síntesis, con mínimas modificaciones, de una grabación hecha por el mismo Eric desde aquí, San Cristóbal. Quedarán para otro momento las descripciones sobre la magnificencia de las ruinas de Palenque. También los senderos que hay camino a esta que fue una gran ciudad de la región durante los tiempos en que la civilización maya estaba tan viva como hoy nosotros.
Que sea Eric, entonces, el que nos cuente: “estaba viajando por Palenque, parando en El Panchán, donde conocí a un tal Gabriel M. Él tenía un local en el restaurante Don Mucho’s, que es el principal de ahí y un buen lugar para salir por las noches. Su local tenía un montón de cosas, pero noté un panfleto interesante (…). Cuando vi este panfleto me fijé en él y comencé a hablar con Gabriel acerca de su contenido. Tenía una pregunta: ¿qué carajos es esto? Me dijo que conoció un hombre de Europa que le dio este panfleto a él. Él no estaba seguro de qué país era, tal vez de Suiza o Suecia. De cualquier modo, el panfleto me pareció muy interesante. Estaba cubierto con símbolos místicos multidimensionales y en su tapa decía: ‘19:19 Matrix. Meditación Multidimensional’. En el fondo dice: ‘Despierta tu arquetipo de cristal’. Así que le pregunté a Gabriel sobre esto.
(…) Hay más información, la cual se vuelve más y más extraña. Cuando le pregunté a Gabriel me dijo que el hombre que conoció, quien le dio esto, aparentemente recibió una transmisión telepática del mismísimo Pakal. Lo que hay que entender sobre Pakal es que Palenque, el famoso lugar que recibe numerosos visitantes de alrededor del mundo desde hace varias décadas y ha sido el lugar más estudiado entre las ruinas mayas, tiene mucho que ver con este personaje, Pakal, quien fue el gran rey que expandió la ciudad largamente durante su vida. Antes de morir diseñó su propia tumba, aparentemente con algún significado místico a su alrededor, y sobre de ella, rodeándola y cubriéndola, está el Templo de las Inscripciones, una pirámide-templo muy vertical y hermoso que se mantiene hasta hoy. (…) Así que Pakal fue el gran rey que hoy es venerado como un dios  por los mayas modernos, al menos en esta parte del mundo maya. Este es el contexto sobre Pakal. Algunas veces se refieren a él como Pakal Votan, lo que para los estudiosos es un título muy controversial porque sugiere que es un dios.
Le pregunté a Gabriel qué sabía sobre esto, porque es algo muy misterioso, y él me dijo que no sabía mucho, que realmente no podía decirme mucho. El panfleto parece ser una guía con instrucciones para una meditación de muchos días, una meditación de 361 días, durante la cual: ‘mediante el uso de 19:19 Cristal Matrix empiezas a conectar con los hilos lumínicos a tu Ser Superior, alineando tu propia matrix arquetípica con el árbol cósmico, sincronizando así Tiempo, Profecía y Magia’.
Aparentemente esa meditación debe ser realizada en la manera y el orden prescritos, lo que tomaría casi un año, para entender lo que está ocurriendo ahí. A partir de que Gabriel no hizo la meditación, él no tenía nada [más] por explicarme. Pero yo diría que el 19:19 parece relacionado con la manera en que está construida la Flor de la Vida. [También en el panfleto] hay 19 pasos en los que aparece ese símbolo que es uno de los que se conoce como Flor de la Vida, que tantas personas tienen tatuadas, y que es presuntamente (lo digo porque no lo vi por mí mismo) un símbolo que se encontró en todos los continentes del mundo, con excepción, quizás, de la Antártida, y que data de la prehistoria en todos estos lugares, lo que sugiere una civilización global prehistórica.
Esto es lo que he aprendido, esto es todo lo que sé, es un gran misterio. Te invito [si te sientes inclinado] a mirar por ti mismo. Hay un sitio web: 19matrix.org. Ahí hay más información”.
El relato –una grabación de ocho minutos que Eric realizó de una sentada– me pareció tan claro que decidí transcribirlo casi sin cambios. Pero antes de irme me gustaría dejar una que otra precisión. Vale la pena contar, por ejemplo, que el Templo de las Inscripciones comenzó a construirse hacia el año 675 d. C., durante el propio gobierno de Pakal, y que las intenciones claras de su creación eran glorificar la vida y honrar la muerte de este interesantísimo mandamás del antiguo señorío maya de B’aakal.
Las rutas similares hicieron que continuara mi viaje junto a Eric, con quien llegamos a dedo a San Cristóbal. Si nuestras direcciones hubieran sido distintas, esta sería otra historia. Pero la continuidad de nuestra cercanía posibilitó que la transmisión de Pakal, una de las numerosas historias que existen alrededor de este templo sagrado, sea repetida una vez más.